"Les voy a decir una cosa.
Esta mañana, Andrés -cuarenta y cuatro años,
casado, una hija- se levantó, más tarde de lo que él acostumbra entre semana.
Hoy es fiesta, no tenía que madrugar. Dejó a Elena, que
es su esposa, durmiendo en la cama y se fue a la cocina, a prepararse un zumo y
un café. Entraba luz por la ventana que da al patio. “Un día soleado”, se dijo,“un
día luminoso de otoño frío en Madrid”. Dudó en poner la radio, no fuera a
despertarse Elena, pero le pudo la costumbre y le dió al “on”.
Escuchó los primeros compases de la tertulia y pensó “sin novedad”.
Hablaban del euro por receta, de Hacienda, de Artur Mas. El menú de
cada día. Le puso agua a la cafetera, llenó el cacillo, encendió la vitro. Abrió
el armario de las tazas.
Y entonces se quedó parado. Con la mano en el tirador, el
cuerpo rígido. Una palabra en la radio: suceso. Otra palabra: fiesta. Una
ciudad: Madrid. Y la frase corta que le sacude como si fuera el único
destinatario del aviso envuelto en luces rojas: tres chicas muertas. Andrés deja
la cocina -la cafetera en el fuego, la radio puesta- y avanza por el pasillo
con el miedo taladrándole la cabeza. Cuántas cosas puedes pensar en diez
segundos. La puerta de la habitación está cerrada. La habitación de la hija. Él
agarra con cuidado el picaporte, entreabre, con el mismo cuidado, la puerta. Y
su mundo, de pronto, vuelve a estar en orden porque allí está ella. La hija
adolescente que ayer salió de fiesta. Durmiendo, segura, entera.
Como Andrés, como Elena, sois tantos,
¿verdad?. Los padres y madre que esta mañana, al prender la radio, al prender
la radio, al abrir el ordenador, al ojear el iPad, al conocer la noticia de la
muerte de tres jóvenes en la fiesta del Madrid Arena os habéis
asomado a la habitación de vuestras hijas para aseguraros de que no fueran
ellas.
Otros padres y otras madres cuyas hijas ya no viven con
ellos, o no estaban aún durmiendo en casa, agarraron el móvil y las llamaron
para eso mismo, para descartar, para saber que esta desgracia no les había
golpeado a ellos, para eliminar esa termita de nuestra tranquilidad que es la
incerteza, el no saber. Anoche hablábamos de la muerte, en la víspera de Todos
los Santos, y hoy nos hemos encontrado de cara, recién amanecidos, con ella.
Hoy nos acordamos de vosotros, los padres que pudisteis
respirar al comprobar que vuestras hijas no eran, y nos acordamos, claro, de
estas tres familias, de los padres y madres cuyas hijas sí eran. Katia,
Rocío, Cristina. La incredulidad, la impotencia y que han invadido -sin
pedir permiso- la vida de estos padres que hoyse sienten como les
hubieran abierto el pecho, les hubieran agarrado el corazón y se lo hubieran
reventado, ese dolor tan brutal, enorme, que jamás pensaron que pudiera llegar
a sufrir.
La incredulidad es general porque queremos creer que las
reglas, las normas, los controles, garantizan que nunca pueda ocurrir un suceso
como éste. Es absurdo. La muerte no puede llegarte, porque sí, el día que sales
de fiesta. Y lo que nos cuesta es aceptar que sí puede ocurrir. Que, a veces,
llega. Incluso habiéndose cumplido todos los controles, todas las prevenciones,
todas las normas. Esto es lo que está, ahora, en discusión. O en investigación.
Si cabe atribuir a alguna negligencia, a algún error de quien organizó la
fiesta (o quien hizo las normas), si cabe señalar alguna irregularidad como
factor que hizo posible que esto sucediera.
Es comprensible que deseemos que sea así, porque si
identificamos ese factor podremos eliminarlo para el futuro. Haremos una norma
nueva, implantaremos controles nuevos, inspeccionaremos de otra manera. Y eso
nos devuelve una cierta seguridad, esa certeza que buscamos de que las muertes
absurdas nunca ocurran. La investigación es todavía incipiente y se basa, en
gran medida, en lo que la empresa organizadora declara (corresponde al juez de
instrucción irlo verificando) pero no está probado ni que el aforo máximo fuera
sobrepasado ni que estuvieran cerradas las salidas, como algunos testimonios de
asistentes indicaron en las primeras horas.
No fue una estampida de diez mil asistentes que se
encuentran con las puertas de emergencia selladas. La avalancha se produjo en
uno de los pasillos de acceso, donde efectivamente tenía que haber mucha gente,
como en toda la planta baja, y donde algo provocó que, en esa aglomeración
humana algunas personas empezaran a empujar angustiadas queriendo salir a toda
prisa, y chocando con los que hacían el recorrido contrario. Ese “algo” que
desencadenó el desastre pudo ser, según la policía (hasta ahora sólo una
hipótesis) una bengala o un petardo. Pero pudo haber sido cualquier otra cosa.
Un tropiezo, un codazo, un empujón. Cuando un pasillo se parece a una colmena,
cualquier mecha puede desencadenar una avalancha. ¿Se puede entrar a una
macrofiesta con petardos y bengalas? ¿Hay que aumentar la lista de objetos
prohibidos en locales con asistencias multitudinarias? ¿Hay que reducir los
aforos máximos permitidos para los espacios queden siempre más desahogados de
lo que estaba éste? Son preguntas que podemos hacernos, incluso que debemos
hacernos. Pero sin ignorar que es muy difícil prever todos los factores
posibles.
Que el aforo de un local es la gente que cabe en todo el
local, pero eso no evita que se amontonen personas en los pasillos de acceso. Que
tal vez lo que debiera asegurarse en fiestas como ésta es que los pasillos
estén desahogados para que se pueda transitar sin aglomeraciones. Y que sólo a
un irresponsable se le ocurre encender bengalas o petardos en una concentración
humana tan enorme como ésta y en un local cerrado. Para las preguntas que están
ahí seguimos todos buscando, y demandando, respuestas.
Los padres, los hermanos, los amigos, se estarán haciendo
también esas mismas preguntas, aunque ellos de otra manera, porque para ellos
la primera de las preguntas es cómo es posible que todo esto no sea un mal
sueño del que uno puede despertar, qué sentido tiene que algo tan irremplazable
y tan valioso como una persona a la que quieres y cuya presencia te ha
acompañado siempre, haya dejar de estar ahí sólo porque a alguien, en una
fiesta una noche en una sala, se le ocurrió tirar petardos. Cómo puede haber
tanta desproporción entre un acto, ¿verdad?, y sus consecuencias. Para estos
padres lo más difícil hoy es seguir. Cuando tu mundo se ha derrumbado, no es
que te parezca imposible hacer las cosas, es que te parece imposible seguir.
Eric Clapton, guitarrista, cantante, compositor
británico, perdió un hijo hace veinte años, cuando él tenía cuarenta y
seis. Tenía un niño, de cuatro años, y de repente dejó de tenerlo. Quién puede
prepararte para eso. Nueve meses después de su pérdida Clapton compuso
una canción que se llama Lágrimas en el cielo.Comienza con una pregunta
que le hace el padre al niño que ha perdido: “¿Sabrías mi nombre si yo te
viera en el cielo? ¿Me ayudarías tú a mí a resistir si yo te viera en el
cielo?
Tears in heaven es una de las quinientas mejores
canciones de todos los tiempos según la revista Rolling Stone.
El tiempo puede derribarte.
El tiempo puede doblar tus rodillas.
El tiempo puede quebrar tu corazón,
Puede hacerte suplicar
Sé que debo ser fuerte
y seguir adelante
porque sé que yo no pertenezco aquí,
al cielo.
Buenas tardes y bienvenidos a La Brújula."
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